viernes, 31 de octubre de 2014

1 de noviembre. Un lugar en el mundo



Nací hace muchos años. Si mal no recuerdo, era el año 1694, una época en la que esta ciudad era muy diferente a lo que hoy conocemos. Es un pensamiento que me asalta siempre cuando, cada primero de noviembre, llega mi cumpleaños.

Sólo conocí a mi padre. Se llamaba Sebastián Conde. Creo que en su oficio era uno de los mejores de la ciudad. Después de mi parto llegó a ser alguien cotizado. La verdad es que me modeló con todo el cariño del mundo y me dedicó más tiempo que a la mayoría de mis hermanas. Por eso nací con tanta prestancia: ahuecada, recargada de detalles, llena de símbolos, enigmática, airosa, elegante, llena de contrastes... Está feo que yo lo diga pero fui, sin duda, hija de mi tiempo.

Una hermandad me trajo a mi lugar en la ciudad. Un parto hermoso para el mejor lugar. Nada menos que en la calle Sierpes, el centro de mi mundo. Un lugar para quedarse toda una vida. Eso creía yo...
Porque esta ciudad es caprichosa y no sabe dejar las cosas en su lugar. Ya había llegado a mi madurez, pero me conservaba espléndida. Tendría unos treinta y tantos. Y les dio por moverme.
Escuché la causa y no pude dar crédito: el cortejo de unos reyes me movía para pasar con mayor facilidad. Unos reyes... Yo, que estaba acostumbrada a ver pasar a las reinas de Sevilla bajo palio y al rey de San Lorenzo que llegó a ser mi vecino... Creo que fue en 1729. Me llevaron a un convento de monjitas cercano. Siempre digo lo de monjitas porque las llamaban mínimas. Nunca supe por qué...
Fue el inicio de mi calvario. En el sentido figurado, porque mi lugar siempre fue ese... Calvario, porque tardaron casi cinco años en devolverme a mi lugar de la calle Sierpes. Hubo quien se dio cuenta de que no llovía porque yo no estaba en mi lugar. Cinco largos años sin ver procesiones...

Aunque luego llegó lo mejor. Todas las procesiones tenían que pasar a mi vera. Lo que disfruté... por poco tiempo. Al final del siglo me volvieron a mover. Otro rey con peluca y con cara bobalicona me trasladó allá por 1796. De nuevo el destierro al conventito. Casi veinte años para volver mi lugar... Y lo peor estaba por llegar. Unos reyes de Brasil volvieron a moverme y llegó el triste día en que me hicieron despedirme de Sierpes. Entré en un convento que habían transformado en museo. Noviciado de arte. Alguien de mi porte entre cuadros antiguos. No hay derecho. Se habían empeñado en acabar con mi vida. Y nadie pidió mi opinión...

Lo peor llegó allá por 1920. Me llevaron a un barrio donde me hicieron santa. A mi edad me hicieron crecer. Una condena eterna. Hoy es mi cumpleaños y maldita sean las ganas que tengo de celebración. Seguiré escuchando turistas a mis pies. Típicos tópicos. Para una cruz de cerrajería de mi porte. Merezco un mejor lugar en el mundo...

martes, 14 de octubre de 2014

19 de Octubre. El Sexto



Si fuera en una corrida, con perdón, el sexto es el último de la tarde. Quien aguante... Si fuera un mandamiento católico estaríamos hablando de no cometer actos impuros. Otras iglesias colocan en ese lugar aquello de no matarás. Quien piense en otra cosa verá lo de llegar al sexto como una fanfarronada imposible. Nada viene al caso. En general, el sexto suele venir tras el quinto, que también dice el refrán que no lo hay malo. Será...

Sevilla, 19 de octubre de 1603. Hubo quien llegó al sexto... monasterio fundado en Sevilla. Los hijos Santo Domingo de Guzmán, conocidos como dominicos, predicadores, domini canis o perros del Señor, que para todo hay sus opiniones, daban licencia para fundar la sexta casa de la orden en Sevilla. Ya existía el convento de San Pablo (hoy iglesia de la Magdalena), el de Santo Domingo de Portaceli (recordado hoy solamente por el colegio jesuita de su nombre), el colegio de Santo Tomás ( en la calle de su nombre junto al Archivo de Indias), Regina (en la calle de su nombre) y el de Montesión (que acoge hoy documentos notariales en plena calle Feria). Un número extraordinario de fundaciones que se podría completar con otra larga lista de conventos femeninos de los que sólo se conserva el de Madre de Dios.

El sitio elegido en octubre de 1603 era cercano al hospital de San Lázaro. El patrono fundado, don Salvador de Brun. El titular elegido, San Jacinto. Aunque no se asentó hasta 1623, ya por entonces se consideró un lugar poco salubre... Y eso que no había llegado el Vacie. La cuestión es que el convento, tras un acuerdo con la hermandad trianera de la Candelaria, fue trasladado, ya en la segunda mitad de siglo, a su lugar actual. Allí comenzaría a construirse una espectacular iglesia con las formas barrocas de los Figueroa. Su historia posterior es la habitual de muchos conventos: fue cuartel de los invasores franceses y hospital en el Trienio Liberal. Con la desamortización, los dominicos perdieron todas sus posesiones en Sevilla. De seis a nada. Escuelas municipales y otros usos. La espectacular iglesia se salvó. En 1906, los dominicos volvieron a la ciudad y desde entonces habitan el convento que dio nombre a una de las calles principales de Triana. Entonces comenzó el lento exilio de las cofradías del templo. A pesar del despoblamiento, sigue siendo una iglesia de enorme interés artístico, tanto en su arquitectura como en su barroco principal. Una iglesia, en general, poco conocida. El único edificio que les quedó a los dominicos hasta que las dominicas de San Vicente fueron sustituidas por dominicos. Adiós a la paridad...

En muchas ocasiones basta con uno de calidad...

miércoles, 1 de octubre de 2014

La última piedra



Cuando llegó el momento, todo estaba preparado. Muchos años de espera llegaban a su fin. Unos locos se habían propuesto hacer la mayor catedral del mundo. Aquel 10 de octubre de 1506 la iban a terminar.

Eran las once de la mañana. La ceremonia iba a comenzar. En el crucero, en el centro justo de la catedral, se levantaba un enorme cimborrio, una torre repleta de esculturas y de azulejos verdes y blancos. Allí se colocaría la última piedra, después de cien años de trabajo. Por fin se iba a terminar la catedral de Sevilla.

En las alturas, sobre las bóvedas góticas, se reunió la alta sociedad sevillana. Allí estaba, revestido, el deán de la catedral, con una capa que desafiaba al sol de octubre. Junto a él don Juan de Guzmán, el duque de Medina Sidonia. También acudió al acto don Fadrique Enríquez de Ribera, el marqués de Tarifa, que marcaba las modas de la ciudad desde su palacio de la Casa de Pilatos. Pero quien más disfrutó del acto fue Alonso Rodríguez, el maestro mayor de obras. Estaba achacoso, enfermo. Unos meses antes incluso llegó a hacer testamento, pensando que no vería terminar su obra. Los canónigos llegaron a donarle una sepultura en el patio de los Naranjos para que descansara eternamente junto a la Catedral más grande del mundo conocido, la Magna Hispalensis. Pero Dios le concedió llegar a aquel día. Y el maestro pudo ver una ceremonia solemne, con cantos sobre las bóvedas de piedra, con majestuosidad sobre la montaña hueca. Desde las alturas se podía contemplar la obra. La Giralda, todavía musulmana, era el testigo más alto. Pináculos, arbotantes, bóvedas, marcas de cantero, vidrieras de colores... hasta las gárgolas monstruosas parecían contemplar la escena. Serían las doce de aquel día de octubre de 1506 cuando llegó el momento El deán impartió las últimas bendiciones y dos obreros portaron la piedra, la última piedra. Era el fin de las obras de la catedral. Y todas las esculturas del cimborrio, aquella enorme torre, parecieron felices aquel día de octubre de 1506.

Pero la historia de la catedral no terminó allí. La desgracia llegó cinco años más tarde. En diciembre de 1511, aquella enorme torre se hundió por completo. Se perdieron pináculos, azulejos y esculturas. Todo escombros. Sólo se salvo una imagen de Santiago el Menor que hizo Pedro Millán. Alguien la colocó en la capilla de San Hermenegildo. Desde allí ha visto ceremonias, más hundimientos y obras, muchas obras.

Quinientos años después sigue viviendo en su catedral. Dicen algunos que en días como hoy se le nota inquietud en la cara. Algunos lo ven sonreír cuando alguien comenta aquello de “anda hijo, que vas a durar más que las obras de la catedral...”.