Que por una noche todos los pobres tengan un lugar para comer... Algo parecido era el lema que se repetía en la película Plácido, de Berlanga. Acoger por una noche a un pobre en su mesa, un retrato de la España más negra de los cincuenta que incluía incluso una subasta de pobres. Cena de navidad con indigente. Todo un bodegón de El Roto. Era algo así como tener una especie de pobre particular...
En mi infancia teníamos un pobre particular en el barrio. Hoy lo llamaríamos sin techo, indigente o marginado social. Eufemismo estúpidos de nuestro tiempo... La cuestión es que el pobre de mi barrio era todo un personaje. Nadie sabía su nombre ni su procedencia. Los niños lo conocíamos por Willy. Vivía en la calle. Tenía su zona de influencia y su propio radio de acción. Mostraba un porte impropio de un olvidado. Veías a Willy y creías ver a un personaje de la literatura: alto, con una barba que amarilleaba, con la piel curtida y arrugada. Y sobre todo su voz, una voz que envidiaría cualquier locutor de radio. Una voz cascada por la intemperie y por el vino, por los problemas y por la experiencia, por lo que había vivido y lo que tenía que vivir.
Willy formaba parte del paisaje del barrio. Veías sus cartones y te imaginabas que andaba cerca. Como parte del barrio, actuaba como una especie de calendario, de almanaque callejero. El invierno llegaba cuando Wily sacaba un raído abrigo que nos recordaba tiempos mejores. El invierno se iba cuando Wily cambiaba sus zapatillas de cuadros grises por cualquier otro zapato encontrado en los mejores contenedores de la zona. Llegaba la feria porque Wily se colocaba un farolillo en la cabeza. Y tú pensabas qué pasaría por aquella cabeza que se colocaba la feria por montera y afrontaba los días en la calle.
El verano llegaba cuando nuestro vecino de la calle sacaba a la acera una vieja silla de playa. La playa en Sevilla. Toma ya. Ni Maria Trifulca ni ná, la playa llegaba con la silla de Willy. A su alrededor congregaba a niños que todavía le hablaban con el respeto debido:
–¿Usted conoció la guerra?
–Y tanto hijo...
Y una voz grave de actor de teatro nos contaba historias fantásticas que nos entretenían las tardes sin colegio.
Pero a Willy lo conocía todo el mundo por su sombrero particular. Le duraba todo el año. Cubría su cabeza con medio balón de fútbol de los de antes, con su hexágonos de cuero. Toda una metáfora de nuestro tiempo. Un quijote con un yelmo de mambrino en plan futbolero, que usaba una botella de vino como lanza y gritaba sus fantasías a los vecinos de la calle. Un día, sin darnos cuenta, lo echamos en falta. Y nos enteramos que aquel loco vecino nos había abandonado para siempre.
De vez en cuando nos enteramos que un vagabundo muere olvidado en las calles de tu ciudad. Quizás alguno podría sentarse a tu mesa, que no hay mejor mesa que la compartida. La mejor nochebuena dura 365 días.