lunes, 30 de marzo de 2015

Amargura



«¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35)

La tarde del Domingo huele a infancia repeinada, a tiempo nuevo y antiguo, a castañas de la cabalgata de reyes y a ropa intacta esperando su alternativa en la gran plaza de la ciudad. Una palma centenaria vuelve a escuchar un lamento de siglos de la que perdió a un hijo, del que perdió a una madre, del que perdió la vivienda, del que perdió la dignidad… Lamentos y oraciones calladas, miradas perdidas concentradas en el  trapecio irregular del escenario que se estrecha en el extremo de su existencia, como la vida misma, junto al azulejo que recuerda el dolor y bajo el rótulo que permite al Evangelista gritar su historia por muros de albero y almagra. Huele a una ciudad almidonada, como el blanco de las novias, de moñas de jazmines de viejas limpias y de azahares recién estrenados, blanco de batas que saben sanar porque llevan en su pecho la cruz roja de la pasión y de la compasión, blanco de silencios conventuales que llevan una cuarentena viviendo vísperas y completas en un mismo rezo, blanco luminoso de cera tiniebla que alumbra la tiniebla de una tarde que no quiere ser noche para no dar fin al más hermoso de los días. Y sale Ella. Bajo el dolor granate de un paso de palio, escoltada por ángeles de plata y consolada sin consuelo. Hija de Sión. Hija de la ciudad. Decían los griegos que la amargura provenía de la idea de punzar, un concepto que aludía a una carga, algo fuerte y pesado que llega hasta lo más profundo del corazón. Sólo una madre que perdió a su hijo lo puede entender. Si la muerte hay que mirarla cara a cara, la muerte del Justo obliga a perder la mirada por los rincones de San Juan de la Palma. Trae en su mirada la vieja profecía de Simeón y la pérdida en el templo, la madera dolorida de San Julián y de la Feria estrecha, el reflejo del fuego que achicharró sus manos y del dolor que carbonizó su alma, el miedo de la que fue oculta en un cajón huyendo del holocausto judío de siglos y el dolor de una espada de plata que atraviesa su corazón, el peso de una corona de oro y el peso de los lamentos de la tarde, la memoria de rezos de siglos y la memoria de las putas tristes que le pedían consuelo frente a las amarguras cotidianas; consuelo que da Ella, la de la mirada de locuras incomprensibles, de escultor suicida que le regaló manos nuevas de estreno, nueva vida de manos del que se acabaría quitando la suya, así es el dolor, intenso, perdido, sentido, duro pero contenido, desconsolado pero elegante. A la ciudad se le encoge el alma y se reviste de Juanillo el de la Palma, y le cuenta chascarrillos de la Plaza de la Feria, y le indica el camino al dolor y Ella enfila hacia la Esperanza, hacia el arco, que tras el portón y el arco está la felicidad, aunque ahora combata con la amargura, como combaten la tarde y la noche, como combaten los reflejos de candelabros de plata por mantener su vida, in Ictu Oculi, que la Hija de la Ciudad sale a la calle y es lamento y es consuelo, es domingo que nace pero que ya muere, es vida y muerte, Alfa y Omega que se hace estreno en una Semana que empieza a morir mientras un caballerito con bigote indica el camino. El dolor más fuerte se ha hecho mujer y ha salido a estrenar el consuelo de las otras hijas de la ciudad. Es Domingo. De Ramos. El que no estrena no tiene manos: esta es la Amargura.

sábado, 14 de marzo de 2015

Estrenos



“El domingo de Ramos quien no estrena no tiene manos”. Era la dichosa frase que su madre solía repetir como una letanía solemne de las misas del colegio. Sobe todo cuando se acercaba el gran día. “El día que Sevilla estrena la primavera”, solía repetir su padre, que tenía, sin duda ninguna, un punto de cursilería mayor que el de la madre. 

Estrenos físicos y estrenos poéticos le importaban bien poco, es más, podían ser un auténtico engorro para sus verdaderas intenciones. Porque la dichosa palabrita, aparte de ir unida a un especial empeño en marcar la raya de un pelo excepcionalmente engominado, conllevaba un especial cuidado para la prendita que aquel año tocara estrenar. Junto al tradicional juego de calcetines calados, autentica tortura que dejaba su huella en unos pies que pateaban la ciudad aquel día, solía aparecer una prenda nueva en su armario. Año de bienes: aquel domingo fueron dos. Almidonada camisa blanca y pantalón gris marengo con raya trazada con el tiralíneas de una madre meticulosa hasta en el planchado...

Domingo de estreno. Cuando le ponían el dichoso calzoncillo que le solían traer su abuela del almacén de toalavía le dio por ordenar sus deseos: usar la rampla como resbalaera (su madre siempre le dijo que dijera tobogán), aumentar la bola de cera, masticar hasta el último caramelo y disfrutar. De tambores y de cornetas, de terciopelos y de chicotás, de pasos y más pasos. Porque los demás estrenos no iban con él. Estrenaba ilusiones y deseo de disfrutar. Y eso bastaba...

Se las sabía todas. Una a una ordenó en su mente las que había que ver. Un perfecto vía crucis lleno de gloria...No sabía que se acabaría convirtiendo en penitencia. La primera estación llegó en la misma rampla: cornetas que le invitaban a la vida y desnivel que invitaba a manchar sus pantalones. Aceptó las dos invitaciones. No sabía que allí en medio de la bulla llegaría la primera. Quizás la que más dolió. Repuesto de la estación, sus padres lo llevaron al viejo barrio. Allí disfrutaba como el niño que era. Entre el azul y la plata de sus abuelos acaparó hasta el último caramelo. Ninguno fue a su bolsillo y sí a sus dientes. Cuando masticaba el último le llegó la segunda. Quizás más fuerte que la anterior. Quizás tendría que acostumbrarse...

Su madre no le dio permiso. Ni falta que hacía. En el tercer momento de la tarde había que ver el paso dorado del Nazareno desde lo alto. Mejor que nadie. Sobre la reja de la iglesia con aires de pueblo se sintió más feliz que nadie. Salían nazarenos y salían ilusiones. Cornetas y tambores en el aire limpio del domingo. Parecía que se rasgaba el alma de la emoción No fue así precisamente. Más bien era su pantalón de estreno el que se rasgaba. Y Jesús Despojado en la parroquia... Allí llegó la tercera. Fue la peor. Con demasiado público. Y la más dolorosa por la frase que la acompañó.

–“Ahora mismo estamos en casa...” Cara hinchada y alma por los suelos. Regreso precipitado. Recuento en su memoria...

El pobre niño no imaginaba que la Bofetá salía el domingo...

viernes, 6 de marzo de 2015

Almas


Siempre le tuvo especial devoción. Para ella era su martes santo particular. En Feria pero también en Jesús del Gran Poder. Riguroso. Austero. En silencio. Dolido. Una imagen que la llevaba a su infancia en blanco y negro, a los pantalones cortos de su hermanos, a los luises y estanislaos, a los javieres. Un crucificado moderno. Pero cargado de antigüedad. Lo realizó en 1945 un portugués, José Pires, siguiendo un crucificado que ya había realizado para los salesianos de Triana. Alguien le contó que el imaginero salió contento con su obra aunque hay quien lo viera llorar porque no le agradó una policromía tan oscura...Oscura como los años de su infancia. Oscuridad de los ejercicios espirituales de San Ignacio que se hacían en torno al crucificado, Ella y Tú ; Tú y ella. La mística de San Ignacio de Loyola. ¿De qué le serviría a los hombres ganar el mundo si perdían su alma? Silencio. Búsqueda interior. Austeridad. Y una letanía que la llevaba a los años cincuenta: Alma de Cristo, santifícame.

Todos los años buscaba el oro viejo de su paso. Y su mirada de dolor. Y su serenidad. Veía la canastilla de Guzmán Bejarano y se acordaba de ese señor bajito que talló una obra de arte, un premio nacional de artesanía. Para sostener a Cristo. Y pensaba en el premio celestial que ya tendría un antiguo jesuita, el padre Trena, el alma de esos javieres en blanco y negro, de sandalias rotas, de hambres, de miserias; de una España en la que ya existía el Vacie y los niños de la calle. Veía a Cristo y al viejo cura. Siempre trabajando por los pobres. Siempre con la sotana manchada por sus obras. Un jesuita que en la Sevilla del cardenal Segura se atrevía a decir que había que aprender de las muchas cosas buenas que tenía el comunismo.

No faltaba a la cita. Silencio interior. Silencio exterior. Claveles rojos y una imagen que alguien le comparó con las fantasías de algún pintor alemán, con unos pies cruzados que se salen de todo canon . También se salió del canon su autor, que se esmeró en la talla completa de su boca y que firmó la obra en una cápsula de las pastillas que usaba para sus dolores de estómago. Mística y la realidad. Ver a Dios o sentirlo.

Pero aquel año fue diferente. Su cristo no saldría porque sufrió daños en un robo. Su lugar se señalaría con cuatro manigueteros. Su presencia era su ausencia. Por eso no le hizo falta más. Cruz de guía y negros penitentes. Cuando llegó su ausencia supo lo que tenía que hacer. Se atrevió a romper el cortejo y besó el suelo. No estaba sola. Otras mujeres de la Jersulén de la calle Feria hicieron lo mismo. No les hacía falta más. El Alma de Dios estaba presente.

Volvió a su casa con el aroma de la madera en su labios. Un año más. Cerró los ojos. Una sonrisa se insinuó en sus labios mientras rezaba para sus adentros. “Señor, ya no puedo creer porque te veo”.